Sería exagerado o cínico preguntarse eso, luego de más 25 años de sobrellevarla, aprenderla, nutrirla, vaciarla también. No hay dudas de que los argentinos, cuando empezamos a caminar el horizonte democrático, lo hicimos como fruto de las consecuencias represivas, de la guerra que, mas allá de su legitimidad popular, fue precipitada por ese "héroe del whisky", y por el fracaso económico. Y empezamos a tener certeza de que era necesaria una conmoción interna, en cada uno de nosotros, de que empezaba a hacerse realidad un lenguaje que, por derecha e izquierda, fue denigrado. Una pedagogía democrática se precisaba para transformar a esa formalidad en una rutina, en una inercia institucional donde la excepción pluralista, la no violencia, la comprensión de un marco sólido para dirimir y resolver los conflictos sociales, fuese lo natural. La democracia nace como armisticio en la conciencia de millones de argentinos que, muchos, habían protagonizado en la década anterior y desde mucho antes, páginas memorables de lucha social con saldo trágico. El año 83 tiene su epifanía, qué duda cabe, pero carga con el contraste de un estado enajenado, de una deuda económica y social (¿irreversible?). La política en democracia nace como víctima de la economía, y no sólo de la economía "material", también nace de la economía de recursos sociales agotados. ¿Y el Estado? ¿Y la sociedad? Cuánta transformación social se le puede reclamar a un país sin conmover sus precarios cimientos institucionales- era la pregunta íntima de las conciencias cívicas en su aurora. Ese fantasma arrastró a un trágico posibilismo a los gobiernos radicales y peronistas, con mayores o menores dosis de cinismo.
Y hoy, este conflicto de 100 días, esta combinatoria de lucha política y disputa de la renta, es saludable. Lo es a pesar del peligroso umbral de hartazgo masivo al que se acerca. La Argentina cruje, tiene enfrentamientos, plazas, carpas, discursos, de todos lados se tildan de democráticos, de anti-democráticos. Es curioso, y confirma mi provisoria hipótesis, todos con mayor o menor énfasis explicitan que también lo que se discute es la democracia, no la "calidad institucional" (muletilla abstracta), y que se lo hace ya no frente a la amenaza militar o financiera de perderla si, sino en el interior de la sociedad. ¿Y si no le tenemos miedo al conflicto? ¿Y si entendemos que la autoridad democrática es una forma de ordenar la cadencia de estos intereses (muchos de raíz contradictoria, casi irresoluble, y a pesar de eso…)? No es una realidad didáctica en donde las piezas encastran unas con otras la escena pública argentina. Quizás ya no se espera del poder ese equilibrio de poner "algodón entre cristales". Porque… ¿y si está bien que algunos cristales estallen? ¿Y si no hay muerte, carapintadas, golpe financiero, atentados, mano de obra desocupada, mesianismo, como consecuencia del ensanchamiento de los límites de lo posible? ¿Y si la democracia es al capitalismo su soporte y su nervio distributivo también?
Después de 100 días, podríamos mirar que en el Congreso, mas que un remanso, hay una introducción institucional de un conflicto. ¿Y para qué sirve un conflicto? ¿Y para qué sirve una democracia? La saludable decisión, mas allá de todo, de enviar al congreso y abrir el debate, debe tener en esas carpas, y en todas las pequeñas carpas de discusión (esquinas, bares, taxis, colas de bancos, etc.) el soporte vital, la carga de sentido. Esta vez la democracia sirve, empieza a servir para devolverle el conflicto a la sociedad, no para mutilarlo. Y si una sociedad rodea el congreso lo fortalece. Si las plazas públicas, sus convocatorias, se definen como escenarios de disputa política, se fortalece la democracia.
Los argentinos tienen que mirar a la democracia como un punto de partida, ya no como un punto de llegada.
4 comentarios:
Muy bueno el post, Martín.
sí muy bueno
los van a cagar a tiros
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