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lunes, agosto 13, 2012
lunes, agosto 06, 2012
Federalismo a la que te criaste
(Publicado en Le Monde Diplomatique, septiembre de 2011)
Uno de los debates faltantes de estas elecciones es quizás uno de los debates faltantes de la democracia: el desequilibrio territorial, el legado de un federalismo a la que te criaste, o sea, regulado por los avatares de la economía real. Es interesante pensar este momento comparativamente al último debate que puso en discusión la cartografía política y que fue estigmatizado como muchas de las ideas ambiciosas de Raúl Alfonsín: trasladar la Capital Federal al distrito Viedma-Carmen de Patagones, convertido así en un nuevo distrito federal; el “Proyecto Patagonia” que en 1986 impulsó el entonces presidente.
El proyecto también suponía la creación de una nueva provincia que incluyera a la ciudad de Buenos Aires. Y, finalmente, lo único que pudo cumplir fue la provincialización del entonces territorio nacional de Tierra del Fuego.
El intento del “traslado” tenía un antecedente cercano: la sanción por parte del general Lanusse, el 3 de mayo de 1972, del decreto-ley 19.610, donde también declaraba “la necesidad de trasladar la Capital de la Nación”. Era una idea estrictamente militar (que no prosperó), alejada del espíritu inmediatista del político clásico, podríamos decir. Pero Alfonsín no era un político clásico: era el padre de una política clásica y burguesa que pretendía heredar generaciones progresistas y profesionales de lo público.
Repasemos los hechos: en cadena nacional un 15 de abril de 1986 Alfonsín presenta el proyecto, incluyendo frases de Leandro N. Alem, y produce un efecto sorpresa que golpea con su cola simbólica los cimientos del imaginario peronista, sin dar demasiadas pistas acerca del modo en que “eso” se llevaría a cabo. Al otro día pronuncia otro discurso en Viedma, en terreno. La consigna con la que quiere endulzar los oídos estaba sembrada de sentimientos: “Crecer hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío”. “Poética”, se podía decir, pero como profecía social sonaba atroz: ¿quién iba a querer expandir las fronteras hacia esa zona polar cuatro años después de que una guerra signara el fin de la dictadura con cientos de vidas perdidas en el sur, en el mar y en el frío?
Algo de eso era evidente: la trama fundacional con que todo-ese-gobierno se regodeó estaba culturalmente adherida a un sentimiento que hacía de ese terreno congelado y virgen del sur patagónico su zona de promesas. Si la democracia se le debía a la derrota militar en el sur, una fuerte cruzada civilizatoria debía expandirse hacia allí. No es posible pensar Viedma sin articularlo con “las islas”. Alfonsín sintonizó algo del sentimiento malvinero siendo justamente uno de los acusados de la “desmalvinización”, y tal vez el político de primera línea más lúcido en advertir el drama de la guerra, cosa que dejó escrito en un diario Clarín de aquellos días. Pero su aspiración conquistadora y desarrollista poseía un sentimiento “austral” procesado en clave alberdiana: porque intercambiaba nuevos héroes ingenieros por los formidables guerreros en jeaps. Poblar el continente era la fórmula de un patriotismo civilizatorio que podía funcionar como respaldo legítimo al reclamo malvinero.
Mapas
La revisión del asunto Viedma también podría alumbrar algo que hoy puede ser dicho así: el desalojo de la visión militar de lo público restó pensamiento estratégico al campo de la política. Incluso se podría conjeturar un saldo obvio y maniqueo: intercambió encuestas por mapas, marketing por cartografía dura. Porque lo de Viedma tenía una dimensión estratégica ya desconocida para el incipiente orden democrático. La mirada militar sobre el espacio y el tiempo es una mirada con movilidades fuertes, que no repara en sensibilidades y arraigos. Para un militar un país es un terreno. Un pueblo es una población. No hay electorado, sino formas de consenso.
Corría 1986 y la economía (el “Plan Austral”) se desplomaba, y el reflejo de Alfonsín parecía una huida hacia adelante. Sin embargo ese proyecto pudo significar el breve retorno a un ideal especulativo: desplazo de población, inversión, descentralización. Fundar la ciudad que rompa el diagnóstico de la “macrocefalia argentina”, tal como metaforizaba para construir solidaridades reacias a la ciudad-puerto. Era un volantazo con resabio federal que se imponía sobre una Buenos Aires a la que los peronistas creían de nuevo ocupada con su Saúl querido. Si Alfonsín parecía un político épico de la transición de dos mundos (el mundo de lucha que se dejaba atrás y la democracia moderna que nacía), Ubaldini era la contracara sentimental, silvestre y melancólica con que se hacía sentir la fuerza material del peronismo.
Alfonsín imaginó un nuevo mapa para un nuevo capitalismo. O algo más sincero: quiso quebrar el territorio cercado por las fuerzas de los sindicatos, los capitanes de la industria y los carapintadas. Su respuesta a ese laberinto de lo real era ilusa: fundar otra ciudad “sin patas y sin fuente”. La ciudad limpia de la administración pública que torciera la atracción de la naturaleza económica, los flujos permanentes de migración, etc.
A su vez, lo que reforzaba el aspecto mesiánico era que el proyecto se enmarcaba en un plan de inversiones y reformas al que llamó Plan para una Segunda República Argentina, que incluía el reordenamiento del sistema de salud, la democratización de los sindicatos y la creación de empresas mixtas. Pero para que una idea sea una gran idea tiene que tener en cuenta el tiempo y el espacio, guiada por el sentido de la oportunidad. Una idea son sus circunstancias.
Si algo marcó a las generaciones ilustradas del siglo 19 surgidas tras la caída de Rosas fue que su tiempo histórico se tramaba en la gestación de estrategias, proyectos, tensiones y planificaciones sobre el espacio, dominadas por la incomodidad frente a la realidad territorial argentina. Si la leyenda del federalismo bravo aparecía como un auténtico grito de la tierra, la contracara del progreso pareció sostener su mandato civilizatorio sobre un suelo al que el destino había condenado a los hombres de luz. El problema de la población inculta y la extensión territorial permitían el mesianismo de un país pensado desde cero, en la posguerra civil. Pero el Estado de barbarización sobre el que los radicales operaban desde 1983 se encontraba en el Estado. Un Estado-matadero era el objeto de la reflexión política y económica, y bajo la metáfora que enfrentaba la nueva democracia: el “pacto sindical-militar”. Contra ese imaginario el deseo de fundar una ciudad. Contra el Estado “cableado” y la “mano de obra desocupada”, contra la CGT Azopardo, contra Campo de Mayo, una ciudad nueva. 1983 huele al siglo XIX tras el rosismo procesista. La inquietud cartográfíca de los radicales reconstruía algo borrado durante el proceso moderno del siglo 20. Porque también el progreso de un país es conservador: se trata de una sucesión de resignaciones. Aceptar la tierra, la lengua, la gente.
Gobernar la ciudad
En estas elecciones, una vez más, aún con el inextinguible espíritu sureño del proyecto kirchnerista no existe una preocupación explícita sobre los equilibrios territoriales. Más bien se afinca ese espíritu en el inconmovible reclamos de “las islas”. El kirchnerismo parece encarnar la pasión forastera de quien llega del desierto y observa la zona de fronteras del conurbano y la ciudad. Si el pálpito de Alfonsín pareció obsesionado en huir de la ciudad y sus alrededores, la pasión kirchnerista parece encuadrarse sobre una obsesión que va más lejos: ¿cómo gobernar la ciudad y el conurbano?
La descentralización, la regionalización construida sobre el abandono de las capacidades del Estado nacional, todo ese proceso “moderno” que fue iniciado en los años 90, aún no tuvo un contrapeso que fuera capaz de un razonamiento paradójico: el federalismo no depende del regionalismo, sino que se condena a él, en la ausencia de un Estado central inteligente, equitativo y capaz de encarnar transformaciones.
Una mirada optimista puede suponer que el kirchnerismo no aspira a crear una Brasilia, sí políticas que mejoren las condiciones de los interiores para subir los pisos de desarrollo económico y generar condiciones estructurales para que sean habitados. Esto está hecho con una hoja de ruta que elabora el ministerio de planificación desde 2004: los “Planes Estratégicos Territoriales”, con un discurso que pretendería darle condiciones porteñas o conurbanias al resto del país. Esto es: gas (gasoducto del NEA a las únicas provincias del país que no tienen: Chaco, Formosa, Corrientes y Misiones, y a los lugares de Entre Ríos y Santa Fe adonde no llega), energía eléctrica (las represas hidroeléctricas de Santa Cruz –Cóndor Cliff y Barrancosa- a una provincia que hasta hace pocos años estaba desconectada del sistema eléctrico nacional) y mejoramiento de rutas como piso elemental de cualquier desarrollo económico. Si se profundiza este razonamiento, es lógico respaldar la minería en provincias donde no hay otros recursos competitivos. (Hay otros ejemplos, de hecho la federalización de la Copa América incluyó sedes en Córdoba, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Jujuy, Salta, La Plata y Buenos Aires.)
En fin, se trata de discursos y políticas para el interior ocupado. Lo que no existe es un discurso poblacional del tipo alfonsinista (sarmiento-alberdista en el mejor sentido) que resucite amablemente el “gobernar es poblar” . Se declaró desierta la posibilidad de pensar el desequilibrio territorial, un drama detectado que devino en un silencio contundente en la mentalidad política argentina.
Uno de los debates faltantes de estas elecciones es quizás uno de los debates faltantes de la democracia: el desequilibrio territorial, el legado de un federalismo a la que te criaste, o sea, regulado por los avatares de la economía real. Es interesante pensar este momento comparativamente al último debate que puso en discusión la cartografía política y que fue estigmatizado como muchas de las ideas ambiciosas de Raúl Alfonsín: trasladar la Capital Federal al distrito Viedma-Carmen de Patagones, convertido así en un nuevo distrito federal; el “Proyecto Patagonia” que en 1986 impulsó el entonces presidente.
El proyecto también suponía la creación de una nueva provincia que incluyera a la ciudad de Buenos Aires. Y, finalmente, lo único que pudo cumplir fue la provincialización del entonces territorio nacional de Tierra del Fuego.
El intento del “traslado” tenía un antecedente cercano: la sanción por parte del general Lanusse, el 3 de mayo de 1972, del decreto-ley 19.610, donde también declaraba “la necesidad de trasladar la Capital de la Nación”. Era una idea estrictamente militar (que no prosperó), alejada del espíritu inmediatista del político clásico, podríamos decir. Pero Alfonsín no era un político clásico: era el padre de una política clásica y burguesa que pretendía heredar generaciones progresistas y profesionales de lo público.
Repasemos los hechos: en cadena nacional un 15 de abril de 1986 Alfonsín presenta el proyecto, incluyendo frases de Leandro N. Alem, y produce un efecto sorpresa que golpea con su cola simbólica los cimientos del imaginario peronista, sin dar demasiadas pistas acerca del modo en que “eso” se llevaría a cabo. Al otro día pronuncia otro discurso en Viedma, en terreno. La consigna con la que quiere endulzar los oídos estaba sembrada de sentimientos: “Crecer hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío”. “Poética”, se podía decir, pero como profecía social sonaba atroz: ¿quién iba a querer expandir las fronteras hacia esa zona polar cuatro años después de que una guerra signara el fin de la dictadura con cientos de vidas perdidas en el sur, en el mar y en el frío?
Algo de eso era evidente: la trama fundacional con que todo-ese-gobierno se regodeó estaba culturalmente adherida a un sentimiento que hacía de ese terreno congelado y virgen del sur patagónico su zona de promesas. Si la democracia se le debía a la derrota militar en el sur, una fuerte cruzada civilizatoria debía expandirse hacia allí. No es posible pensar Viedma sin articularlo con “las islas”. Alfonsín sintonizó algo del sentimiento malvinero siendo justamente uno de los acusados de la “desmalvinización”, y tal vez el político de primera línea más lúcido en advertir el drama de la guerra, cosa que dejó escrito en un diario Clarín de aquellos días. Pero su aspiración conquistadora y desarrollista poseía un sentimiento “austral” procesado en clave alberdiana: porque intercambiaba nuevos héroes ingenieros por los formidables guerreros en jeaps. Poblar el continente era la fórmula de un patriotismo civilizatorio que podía funcionar como respaldo legítimo al reclamo malvinero.
Mapas
La revisión del asunto Viedma también podría alumbrar algo que hoy puede ser dicho así: el desalojo de la visión militar de lo público restó pensamiento estratégico al campo de la política. Incluso se podría conjeturar un saldo obvio y maniqueo: intercambió encuestas por mapas, marketing por cartografía dura. Porque lo de Viedma tenía una dimensión estratégica ya desconocida para el incipiente orden democrático. La mirada militar sobre el espacio y el tiempo es una mirada con movilidades fuertes, que no repara en sensibilidades y arraigos. Para un militar un país es un terreno. Un pueblo es una población. No hay electorado, sino formas de consenso.
Corría 1986 y la economía (el “Plan Austral”) se desplomaba, y el reflejo de Alfonsín parecía una huida hacia adelante. Sin embargo ese proyecto pudo significar el breve retorno a un ideal especulativo: desplazo de población, inversión, descentralización. Fundar la ciudad que rompa el diagnóstico de la “macrocefalia argentina”, tal como metaforizaba para construir solidaridades reacias a la ciudad-puerto. Era un volantazo con resabio federal que se imponía sobre una Buenos Aires a la que los peronistas creían de nuevo ocupada con su Saúl querido. Si Alfonsín parecía un político épico de la transición de dos mundos (el mundo de lucha que se dejaba atrás y la democracia moderna que nacía), Ubaldini era la contracara sentimental, silvestre y melancólica con que se hacía sentir la fuerza material del peronismo.
Alfonsín imaginó un nuevo mapa para un nuevo capitalismo. O algo más sincero: quiso quebrar el territorio cercado por las fuerzas de los sindicatos, los capitanes de la industria y los carapintadas. Su respuesta a ese laberinto de lo real era ilusa: fundar otra ciudad “sin patas y sin fuente”. La ciudad limpia de la administración pública que torciera la atracción de la naturaleza económica, los flujos permanentes de migración, etc.
A su vez, lo que reforzaba el aspecto mesiánico era que el proyecto se enmarcaba en un plan de inversiones y reformas al que llamó Plan para una Segunda República Argentina, que incluía el reordenamiento del sistema de salud, la democratización de los sindicatos y la creación de empresas mixtas. Pero para que una idea sea una gran idea tiene que tener en cuenta el tiempo y el espacio, guiada por el sentido de la oportunidad. Una idea son sus circunstancias.
Si algo marcó a las generaciones ilustradas del siglo 19 surgidas tras la caída de Rosas fue que su tiempo histórico se tramaba en la gestación de estrategias, proyectos, tensiones y planificaciones sobre el espacio, dominadas por la incomodidad frente a la realidad territorial argentina. Si la leyenda del federalismo bravo aparecía como un auténtico grito de la tierra, la contracara del progreso pareció sostener su mandato civilizatorio sobre un suelo al que el destino había condenado a los hombres de luz. El problema de la población inculta y la extensión territorial permitían el mesianismo de un país pensado desde cero, en la posguerra civil. Pero el Estado de barbarización sobre el que los radicales operaban desde 1983 se encontraba en el Estado. Un Estado-matadero era el objeto de la reflexión política y económica, y bajo la metáfora que enfrentaba la nueva democracia: el “pacto sindical-militar”. Contra ese imaginario el deseo de fundar una ciudad. Contra el Estado “cableado” y la “mano de obra desocupada”, contra la CGT Azopardo, contra Campo de Mayo, una ciudad nueva. 1983 huele al siglo XIX tras el rosismo procesista. La inquietud cartográfíca de los radicales reconstruía algo borrado durante el proceso moderno del siglo 20. Porque también el progreso de un país es conservador: se trata de una sucesión de resignaciones. Aceptar la tierra, la lengua, la gente.
Gobernar la ciudad
En estas elecciones, una vez más, aún con el inextinguible espíritu sureño del proyecto kirchnerista no existe una preocupación explícita sobre los equilibrios territoriales. Más bien se afinca ese espíritu en el inconmovible reclamos de “las islas”. El kirchnerismo parece encarnar la pasión forastera de quien llega del desierto y observa la zona de fronteras del conurbano y la ciudad. Si el pálpito de Alfonsín pareció obsesionado en huir de la ciudad y sus alrededores, la pasión kirchnerista parece encuadrarse sobre una obsesión que va más lejos: ¿cómo gobernar la ciudad y el conurbano?
La descentralización, la regionalización construida sobre el abandono de las capacidades del Estado nacional, todo ese proceso “moderno” que fue iniciado en los años 90, aún no tuvo un contrapeso que fuera capaz de un razonamiento paradójico: el federalismo no depende del regionalismo, sino que se condena a él, en la ausencia de un Estado central inteligente, equitativo y capaz de encarnar transformaciones.
Una mirada optimista puede suponer que el kirchnerismo no aspira a crear una Brasilia, sí políticas que mejoren las condiciones de los interiores para subir los pisos de desarrollo económico y generar condiciones estructurales para que sean habitados. Esto está hecho con una hoja de ruta que elabora el ministerio de planificación desde 2004: los “Planes Estratégicos Territoriales”, con un discurso que pretendería darle condiciones porteñas o conurbanias al resto del país. Esto es: gas (gasoducto del NEA a las únicas provincias del país que no tienen: Chaco, Formosa, Corrientes y Misiones, y a los lugares de Entre Ríos y Santa Fe adonde no llega), energía eléctrica (las represas hidroeléctricas de Santa Cruz –Cóndor Cliff y Barrancosa- a una provincia que hasta hace pocos años estaba desconectada del sistema eléctrico nacional) y mejoramiento de rutas como piso elemental de cualquier desarrollo económico. Si se profundiza este razonamiento, es lógico respaldar la minería en provincias donde no hay otros recursos competitivos. (Hay otros ejemplos, de hecho la federalización de la Copa América incluyó sedes en Córdoba, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Jujuy, Salta, La Plata y Buenos Aires.)
En fin, se trata de discursos y políticas para el interior ocupado. Lo que no existe es un discurso poblacional del tipo alfonsinista (sarmiento-alberdista en el mejor sentido) que resucite amablemente el “gobernar es poblar” . Se declaró desierta la posibilidad de pensar el desequilibrio territorial, un drama detectado que devino en un silencio contundente en la mentalidad política argentina.
miércoles, agosto 01, 2012
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