sábado, enero 28, 2017

Che, pibe, vení, votá



La democracia a la larga tiene algo difícil para la sensibilidad de los intensos, los románticos, los especialistas, los pasados de rosca: los votos. Se vota, millones de votantes mueven la rueda de la historia. Todos votan, o mejor: todos pueden votar. Incluso los que no, en su ausentismo, se hacen sentir. Como en Estados Unidos. Como en Reino Unido. Millones de ciudadanos sin gracia ni épica saben que hay un día cada dos años donde ir, meter el sobre, elegir a alguien, delegar. Hay un día que cada persona vale un voto. No vivimos en igualdad ante la ley, pero vivimos en igualdad ante las urnas. Los que van seis menos cuarto, los que van tempranísimo para ahorrarse el tiempo de la cola, los que van cuando se levantan, los que van en familia. No hay nada mejor que este sistema, el del tiempo contra la sangre, de las mayorías contra las elites. Ese día, esos días, las personas “comunes” tiran más que una yunta de bueyes. Es difícil conciliar la prosa de la épica política con las voces ordinarias de los nativos que votan: ¿por qué votan así o asá? ¿Siempre “es la economía, estúpido”? Punto de partida y a la vez cima de la conciencia ciudadana: la democracia es una guerra de persuasión. Escribió Luciano Galup en el sitio Política Argentina (“Échale la culpa a la post-verdad”): “Todo indicaba que en 2016 esa novedad iba a ser el big data y el cruce de grandes volúmenes de información con estrategias de campaña microsegmentadas. Pero Trump ganó una elección inesperada, y la que era la niña mimada en estrategias de comunicación política del momento perdió cartelera por el shock que significó esa victoria del republicano”. El voto es secreto, y se lleva a la tumba. Donald Trump habló en un solo idioma y prácticamente a un solo receptor (el trabajador americano blanco), con eso le bastó.