viernes, marzo 22, 2013

Poesía y política

Una mujer desprovista
de la gracia que ofrece el pasado
y un hombre de la que potencia el dolor:
una pareja transparente
tomando sol en una playa municipal
cuando unos remeros pasan en una canoa
y perturban el horizonte adornado
por una isla verde. (La política
que pareciera estar fuera del cuadro
es la misma que lo sostiene.)

(Martín Prieto, La música antes, 1995)

lunes, marzo 18, 2013

Si toda política es tumultuosa y mañera imaginemos en una estructura donde ser conservador es una virtud. El mundo es veloz, la Iglesia camina lento. Pero se alcanzan. El papa Juan Pablo II, que inició hacia adentro y hacia afuera una restauración romana, acabó diciendo que el comunismo (eso que había ayudado a sepultar, y para lo que no se necesitaba tanto esfuerzo sepulturero) tenía “semillas de verdad”. Y visitó Cuba. Ratzinger, su ideólogo, repitió el gesto siendo papa. Todo indica que Francisco redundará en el arrumaco con la isla comunista. Los Vaticanos se entienden.

El papa argentino es la última verdadera noticia que tardará en volverse tolerable, porque es más intolerable que la muerte de Chávez para quienes el mundo es sólo una constelación de países, reinos y finanzas que giran alrededor de la Argentina. Capitán Ego. Asfixia.

Desde que “volvió” la democracia, y como consecuencia del resultado histórico previo a 1983, no se estima desplegar al interior de la Iglesia católica fuerzas que la tensionen. El alfonsinismo y el kirchnerismo, los dos progresismos que gobernaron la Argentina, en última instancia, redujeron todo impulso reformista a continuar la línea roquista de la separación entre Iglesia y Estado lo más posible. Y bienvenidos, en tal caso, dijeron, los moderados de sotana que acepten el juego. Los temores actuales ante el nuevo poder papal se plantan sobre el futuro además de las revisiones del pasado: imaginan la posibilidad de que un gobierno no kirchnerista resulte más “sensible” al lobby del clero, que abra algunas alamedas del Estado nuevamente a la Iglesia. Que se retroceda, pongamos así. Y como forma melancólica para esa larga separación surge siempre el recuerdo místico, blanco y negro, del Padre Mugica, o de otros “mártires”, por una razón lógica: el tercermundismo aparece como la excepción de una Iglesia que pedía más Estado. No una Iglesia pidiendo más Iglesia, en expansión. El catolicismo –en suma- se sabe dueño del tiempo (del reloj de arena del mundo) y lucha por el espacio. (El peronismo sería una religión del tiempo.)

La presidenta da indicios de fe católica, repitiendo cuando lo hace la salvedad políticamente correcta de no reconocerle legitimidad a “las cúpulas”. La iglesia somos todos, dice. (A esta altura me pregunto si esas referencias religiosas de los discursos presidenciales que empezaron hace poco tiempo no tenían “este dato” posible en el centro.) En esa lógica y bajo ese objetivo (completar la separación definitiva entre Iglesia y Estado con que San Alfonsín soñó) se prefiere tener “enfrente” a una figura del conservadurismo puro y duro, con un semblante medieval como el de Aguer y apostar a un cuanto peor mejor, que a un político como Bergoglio, capaz de continuar la agenda que se enfrenta a la hoja de ruta de la democracia liberal, pero también capaz de implicarse en una agenda social ahí donde “no hay nadie”. La Iglesia tiene un imán con los “desiertos”: los descubre, los ocupa. Hay temas sociales como la trata de personas o la esclavitud laboral adonde la política no está, o está pero del otro lado de la legalidad. Y es ahí donde el jesuita proyectó su garbo. Lo hizo en la ciudad. Le encontró una agenda. Lo mismo Cromañón o la tragedia de Once, orfandades expuestas para las que tuvo más palabras de reparación que cualquier otro político. La Iglesia es portadora de una anti política fina, ya que también opera socialmente con su verbo cauteloso, que tiene en la palabra “resignación” su talismán. Se dejó ver Bergoglio –muy cómodo- en las misas de Constitución entre cartoneros, prostitutas, inmigrantes y demás arrabal. De ahí extrajo el sentido de su lengua, su representación. Pero para todo lo demás usó su mano invisible. La política muchas veces es el aprendizaje de límites, tiempos y mediaciones; y no está mal entonces que existan los que piden imposibles. A veces esa anti política es un discurso que desconoce mediaciones, sea en el discurso que sea: hay anti política piquetera tanto como anti política de la inseguridad. La Iglesia –en promedio- pareció predicar siempre más en favor de la aceptación de los límites que en la indignación por las injusticias. Iglesia de los derrotados. A Bergoglio le gusta un lugar intermedio, ecuménico, de equilibrios, abierto al reformismo social, a un estado que repara.

Bergoglio es una figura vidriosa y desangelada para el progresista argentino promedio, aunque ahora, en el seno del gobierno, se usen las figuras más peronistas para ensayar el nuevo tono “compañero” que haga migas con el nuevo poder. (Algunos deben haber borrado sus primeros tuits de brocha gorda, inspirados por el instinto conspirativo que ya es plaga, aterrados por los gestos de La Jefa.) Ocho años corriendo el arco del Tedeum de Ushuaia a La Quiaca para ahora tener que ir al pie del hombre que se hizo fuerza. Es entendible y racional. Un presidente que viene de los votos puede decir qué me viene a sermonear alguien que no eligió nadie. Visto ahora: está bien sacralizar los votos frente a tanta inmaterialidad divina. Pero es el teatro de lo contingente y lo permanente la dialéctica de Iglesia y Estado, dirá un lírico de la mirra. No.

El Vaticano que le toca al jesuita no es moco de pavo, sus virtudes políticas ya tendrán que traspasar esta primera ola de gestos. El “defecto” histórico de Bergoglio fue sostener con énfasis un discurso social naturalmente competitivo con el del estado. Era mejor para el plan laico un Quarraccino soñando islas adonde acopiar gays o un Baseotto insultando con parábolas a un gran ministro de salud como Ginés, que un político ahí, es decir, un párroco que conoce de tiempos y espacios.

miércoles, marzo 06, 2013

Chávez hizo una revolución sin muerte, más allá del conspiracionismo que ve Cía en todos lados, más allá del temperamento de su política y del medidor de su eficacia (partir la sociedad en dos). ¿Pero Chávez hizo una revolución? Esa es una pregunta insoportable que pide en parte una respuesta estadística: a partir de qué se hace una revolución. ¿A partir de qué dato distributivo, de qué tasa? ¿O de qué violencia? Acá hay datos sobre el significado concreto de por qué la mayoría venezolana se identifica con Chávez. Lo cierto es que llamó revolución a algo que está en una línea de tiempo sin ningún manual y que no tiene escrito dónde termina, o que tiene escrito que no sabe dónde termina. Me gusta pensar mientras todo se pone solemne que el tipo prefería hacer un Aló presidente de 12 horas a morir en La Higuera dándole la orden al soldadito que lo debía matar, como el Che, o como dicen que dijo el Che al soldado boliviano que tenía la orden de fusilarlo y que tuvo que tomar alcohol para juntar el temple. El Che dio también ESA orden. Dicen. Todos mis amigos, muchos, que fueron y escribieron sobre Venezuela, volvieron desconfiados. Desconfiados de la profundidad o de la solidez cultural, o del, cómo decirlo, escaso sovietismo que habitaba en el elenco de guardianes de esa revolución. Una revolución es un pasado: en algún momento se hizo. O una revolución es un proceso continuo que se hace todos los días, que puede tener una referencia, un comienzo, siempre con aura bíblica, porque todo “un día empieza”. Mis amigos vieron picaresca, durlock, burocracia improvisada llena de petrodólares, pero nunca se animaron a escribirlo porque no querían perder la sede de Caracas, ese centro u observatorio continental más cerca que La Habana de Buenos Aires. “Están produciendo el merchandising de su autoestima, la llaman revolución”, te decían. Chávez tradujo con toda esa prosa pomposa y rococó lo “regional”, un ciclo donde los estados pobres se hicieron más ricos. Chávez -de alguna manera- le dijo al kirchnerismo lo que era antes que lo supiera el propio kirchnerismo. Chávez entendió que “esa” era la forma argentina del proceso continental de este tiempo. Chávez era el espectáculo deportivo del No al Alca, era la diplomacia sigilosa de De Vido, era el empuje a las izquierdas argentinas para que vuelvan su mirada de nuevo al peronismo y era la invitación a una zona franca: construir un “clima de negocios” propio, guarango, sucio, de nuevos ricos pero antiimperialistas, de atrevidos de la diplomacia capaces de mirar hacia Irán o Angola, la cola del BRIC. Chávez fue el aliado simbólico del kirchnerismo. Y también, sobre todo, la Roma de petróleo a la que conducían los negocios. Chávez fue el cronista de una región en la que cada país se abrió a lo que solemnemente llaman “viento de cambio”, con su modo particular. Chávez hacía del peronismo argentino una Internacional de la Tercera Posición, un sincretismo que se llevaba de Perón y Evita el manto de “religiosidad”. Distinto a los años de guerra fría donde las revoluciones se exportaban e importaban, a los 1, 2, 3 Vietnam de los años 60 y 70, donde se emulaban guerrillas del pueblo. Chávez habló más tiempo y más fuerte que Fidel para que Fidel deje de hablar, y para decir en cada oído lo que ese oído quería oír. Fue un seductor del atajo, del ahorro de sangre, de la revuelta como fiesta. Un quilombo porque venía en viaje de negocios y convertía a todos en inquilinos de su revolución ambulante, una simpatía de la que nadie tenía o tiene tantas precisiones. Se trocó el universalismo marxista por el camino particular, por la experiencia sin paradigma de capitalismos y democracias sucias, feas y malas que captaron la atención y la sensibilidad de la cultura. Fue el nuevo boom (político) latinoamericano. Ah, Chávez pareció guionado por los teóricos del populismo, del pop. Pero él los guionó primero. Con algo excesivamente simplificado, con algo de fascinación por producir, más que una revolución, consumos. Mientras, a la vez, acá se lo comparaba al peronismo y se subrayaba la temporalidad evolutiva del chavismo: intenta construir lo que en Argentina ya existe hace décadas, es decir, el Estado. Pero Chávez hizo más peronista a la clase media argentina; y lo hizo en parte por el modo en que se asocian las culturas. El progresismo argentino -en la caricatura psicobolche que todos tallan- es ese que ama a Ibrahim Ferrer y duda de Los Chalchaleros, “música del mate, el asado y el baile en Campo de Mayo”. Chávez hizo más fácil la comprensión de estos años porque armó un teatro de representación del “drama sencillo”, obra binaria que ordena un mundo de buenos y malos y haciendo el papel de los “malos-buenos”, los pícaros o robin-hoodes del pueblo. Pero una fórmula: la política absorbe tensiones hasta que las empieza a producir, la política produce tensiones hasta que el estado las desempata, y el estado las desempata para el lado que le conviene a la política, o sea, para el lado del tiempo. La revolución es perdurar. Chávez construyó su mito en vida. Y la historia funciona al revés que como creyeron los Montoneros en la despedida a Perón del diario Noticias: las muertes no tardan en volverse tolerables, porque los mitos las piden. Llega un momento en que el mito pide sangre. Pero Chávez también fue su propio tigre de papel. Por suerte. Murió sin matar, y vivió hablando de una revolución todo el tiempo. Esa, exactamente esa, fue su insoportable levedad. Nunca caía su guillotina. No había guillotina.