lunes, marzo 18, 2013

Si toda política es tumultuosa y mañera imaginemos en una estructura donde ser conservador es una virtud. El mundo es veloz, la Iglesia camina lento. Pero se alcanzan. El papa Juan Pablo II, que inició hacia adentro y hacia afuera una restauración romana, acabó diciendo que el comunismo (eso que había ayudado a sepultar, y para lo que no se necesitaba tanto esfuerzo sepulturero) tenía “semillas de verdad”. Y visitó Cuba. Ratzinger, su ideólogo, repitió el gesto siendo papa. Todo indica que Francisco redundará en el arrumaco con la isla comunista. Los Vaticanos se entienden.

El papa argentino es la última verdadera noticia que tardará en volverse tolerable, porque es más intolerable que la muerte de Chávez para quienes el mundo es sólo una constelación de países, reinos y finanzas que giran alrededor de la Argentina. Capitán Ego. Asfixia.

Desde que “volvió” la democracia, y como consecuencia del resultado histórico previo a 1983, no se estima desplegar al interior de la Iglesia católica fuerzas que la tensionen. El alfonsinismo y el kirchnerismo, los dos progresismos que gobernaron la Argentina, en última instancia, redujeron todo impulso reformista a continuar la línea roquista de la separación entre Iglesia y Estado lo más posible. Y bienvenidos, en tal caso, dijeron, los moderados de sotana que acepten el juego. Los temores actuales ante el nuevo poder papal se plantan sobre el futuro además de las revisiones del pasado: imaginan la posibilidad de que un gobierno no kirchnerista resulte más “sensible” al lobby del clero, que abra algunas alamedas del Estado nuevamente a la Iglesia. Que se retroceda, pongamos así. Y como forma melancólica para esa larga separación surge siempre el recuerdo místico, blanco y negro, del Padre Mugica, o de otros “mártires”, por una razón lógica: el tercermundismo aparece como la excepción de una Iglesia que pedía más Estado. No una Iglesia pidiendo más Iglesia, en expansión. El catolicismo –en suma- se sabe dueño del tiempo (del reloj de arena del mundo) y lucha por el espacio. (El peronismo sería una religión del tiempo.)

La presidenta da indicios de fe católica, repitiendo cuando lo hace la salvedad políticamente correcta de no reconocerle legitimidad a “las cúpulas”. La iglesia somos todos, dice. (A esta altura me pregunto si esas referencias religiosas de los discursos presidenciales que empezaron hace poco tiempo no tenían “este dato” posible en el centro.) En esa lógica y bajo ese objetivo (completar la separación definitiva entre Iglesia y Estado con que San Alfonsín soñó) se prefiere tener “enfrente” a una figura del conservadurismo puro y duro, con un semblante medieval como el de Aguer y apostar a un cuanto peor mejor, que a un político como Bergoglio, capaz de continuar la agenda que se enfrenta a la hoja de ruta de la democracia liberal, pero también capaz de implicarse en una agenda social ahí donde “no hay nadie”. La Iglesia tiene un imán con los “desiertos”: los descubre, los ocupa. Hay temas sociales como la trata de personas o la esclavitud laboral adonde la política no está, o está pero del otro lado de la legalidad. Y es ahí donde el jesuita proyectó su garbo. Lo hizo en la ciudad. Le encontró una agenda. Lo mismo Cromañón o la tragedia de Once, orfandades expuestas para las que tuvo más palabras de reparación que cualquier otro político. La Iglesia es portadora de una anti política fina, ya que también opera socialmente con su verbo cauteloso, que tiene en la palabra “resignación” su talismán. Se dejó ver Bergoglio –muy cómodo- en las misas de Constitución entre cartoneros, prostitutas, inmigrantes y demás arrabal. De ahí extrajo el sentido de su lengua, su representación. Pero para todo lo demás usó su mano invisible. La política muchas veces es el aprendizaje de límites, tiempos y mediaciones; y no está mal entonces que existan los que piden imposibles. A veces esa anti política es un discurso que desconoce mediaciones, sea en el discurso que sea: hay anti política piquetera tanto como anti política de la inseguridad. La Iglesia –en promedio- pareció predicar siempre más en favor de la aceptación de los límites que en la indignación por las injusticias. Iglesia de los derrotados. A Bergoglio le gusta un lugar intermedio, ecuménico, de equilibrios, abierto al reformismo social, a un estado que repara.

Bergoglio es una figura vidriosa y desangelada para el progresista argentino promedio, aunque ahora, en el seno del gobierno, se usen las figuras más peronistas para ensayar el nuevo tono “compañero” que haga migas con el nuevo poder. (Algunos deben haber borrado sus primeros tuits de brocha gorda, inspirados por el instinto conspirativo que ya es plaga, aterrados por los gestos de La Jefa.) Ocho años corriendo el arco del Tedeum de Ushuaia a La Quiaca para ahora tener que ir al pie del hombre que se hizo fuerza. Es entendible y racional. Un presidente que viene de los votos puede decir qué me viene a sermonear alguien que no eligió nadie. Visto ahora: está bien sacralizar los votos frente a tanta inmaterialidad divina. Pero es el teatro de lo contingente y lo permanente la dialéctica de Iglesia y Estado, dirá un lírico de la mirra. No.

El Vaticano que le toca al jesuita no es moco de pavo, sus virtudes políticas ya tendrán que traspasar esta primera ola de gestos. El “defecto” histórico de Bergoglio fue sostener con énfasis un discurso social naturalmente competitivo con el del estado. Era mejor para el plan laico un Quarraccino soñando islas adonde acopiar gays o un Baseotto insultando con parábolas a un gran ministro de salud como Ginés, que un político ahí, es decir, un párroco que conoce de tiempos y espacios.

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