“¡Cuba, Cuba, Cuba, el pueblo te saluda!” cantaban una vez más los miles que llenaron el estadio de Vélez para oír a Silvio Rodríguez en 1994. Con más interrogantes en el aire sobre qué era ese “pueblo” que saludaba a Cuba que Cuba misma, Silvio en el escenario era parco y tiraba como margaritas y a cuentagotas la serie de hits que esa monada psicobolche pedía a rabiar (“¡Cantá Ojalá!” era el timbre femenino que se repetía porque tampoco se puede gritar el largo “¡Cantá Óleo de una mujer con sombrero!”). Silvio fue, más que su hermano Pablo, una fuente de información política para los que no hicieron el tour temprano a las islas. Cuyo viaje comprobaba un antiguo rumor: que Silvio y Pablo hace rato que no eran hermanos (tuvieron incluso su pelea memorable por blog), y que uno (Silvio) era un poeta del régimen y que el otro (Pablo) era un artista del pueblo cubano. Bueno, pero eso preferimos muchos de nosotros: escuchar de primera mano la poesía informada del soviet cubano y sus misterios. En “El juego de las sillas”, en “Sueño con serpientes”, en “Playa Girón”, en “Flores nocturnas” se oye una voz de la conciencia de esa revolución. (“Me quitó el rostro y lo dobló / encima del pantalón” canta el maldito vallejiano en ese gran disco inmortal combat llamado “Mujeres”.)
La década del 90 marcó en Cuba el “período especial”. La caída del bloque soviético estaciona a la isla en el momento de mayor aislamiento, y ubica una de las épicas de resistencia del Régimen: ¿cuánto la sociedad y el Estado cubano podían sostener su “socialismo”? Como todo orden: no lo explica sólo el fusil. Y en aquella década Silvio Rodríguez publicó una serie de discos, en verdad tres, que se llamaron por su nombre y apellido: “Silvio”, “Rodríguez” y “Domínguez” (1992, 1994 y 1996 respectivamente). Era la vuelta a las raíces, un despojamiento en espejo con la escasez de la propia isla y su economía asolada: se graba solo con su guitarra y ensaya tal vez su último mejor repertorio, canciones del estado de aquella revolución de la que era un vocero esencial y con la que se permitía entonaciones críticas desde adentro (“El problema”, “Hombre”, “El necio”, “La desilusión”, etc.). Silvio en los 60 y 70 fue un artista casi marginal, pero su repercusión en el Cono Sur, y sobre todo, su seguidilla de conciertos junto a Pablo Milanés en la Argentina de 1984, en plena primavera alfonsinista, lo devolvieron glorioso a la isla: para un cubano no hay nada mejor que un cubano que triunfa en Argentina. Nacía otro exportador de la Revolución que dialogaba con las culturas democráticas nacientes (Argentina, Uruguay, Chile), fundando una trayectoria menos popular que prestigiosa para su pueblo (los pueblos no aman tanto a los burócratas de sus revoluciones). De modo que se convirtió en uno de los grandes narradores de esos agridulces años 80 en las democracias del sur, y un matizador ideológico sutil: de hecho, años después, durante su participación en el primer festival popular kirchnerista (el 25 de mayo de 2004), luego de cantar, y con Cristina en primera fila tomada por las cámaras mostrando conocer las canciones de memoria, se declaró “marxista-kirchnerista”, y esa definición parecía consagrar el pulgar para arriba de la isla al nuevo experimento peronista. A excepción de Menem, todos los gobiernos peronistas (Perón en 1973, y Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina) mantuvieron plenas relaciones con Cuba. Pero volvamos a los 90.
En ese disco llamado “Silvio”, que operaba como testimonio íntimo del “período especial”, metió un bolero bello y casi aburrido dedicado al “joven soldado” de la Cuba socialista, imagen eterna entre los ecos de la guerra fría que se apagó en todo el mundo menos entre las millas de mar bravo que separan Cuba de USA. “La guitarra del joven soldado” se llama la canción, mezcla de “canto a sí mismo”, pero dedicada también al soldado que ocupa un puesto de frontera y pasa la noche entre rasgueos y esquirlas de la revolución, en la larga vigilia cubana a tan pocos kilómetros de las costas de Miami, las puertas del Imperio que juraron arrasar y con el que encontraron un equilibrio tan tenso y duradero. "En la dicha y en el llanto, pero siempre enseñando a vivir." Este poeta del Soviet cifra en la vida del soldado desconocido que vive a la espera de una guerra que no se librará su propio espejo: Cuba y el tiempo. En la carta de Perón a Fidel llevada en mano por Gelbard así lo dice el General: “Tiempo, sobra. Sangre, falta.” Y dijo más: “Las revoluciones no pueden ser idénticas en todos los países porque tampoco todos los países son iguales, ni todos los pueblos tienen la misma idiosincrasia. Es preciso que cada uno actúe dentro de su soberanía con sus propios métodos.” Perón parece decirle al Fidel universal: el marxismo es lo particular. Fidel apoyó (incluso contra la voluntad de las guerrillas) ese tercer gobierno peronista. Y Alfonsín, el presidente socialdemócrata con el que se entendió, pisó Cuba por primera vez en busca de garantías de la retirada guerrillera en el Cono Sur (le preocupaba que el FPMR arruinara los planes de transición chilenos). Fidel fue un patrón de izquierdas que también podía elegir Tiempo por Sangre. En la Argentina el comunismo real no tenía fijado el domicilio en la sede del Partido Comunista.
El fin, la agonía, el retroceso o el laberinto de los gobiernos progresistas del sur de este tiempo que no son o fueron idénticos, ni de países iguales, ni pueblos de misma idiosincrasia, y a los que Silvio cantó, se riman con esta melancolía cubana que vela a Fidel: se va una época y habrá que saber esperar como ese soldado joven y eterno de la guitarra en la guardia de una guerra imposible. La espera también es una acción.
2 comentarios:
Martin. con la acidez que uno saborea con una mueca -como el limón- mezcla de satisfacción y desasociego. Como que no me gusta porque derrumba mis esterotipos y si me gusta porque uno quisiera decir esas cosas.
Gracias Norberto querido! Abrazo
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