Por Juan Laxagueborde
Juana Bignozzi tenía en su escritorio una imagen poco sacra de San Juan Bautista, el santo de su nombre. Esa figura resalta ahora el carácter de fogata que tiene su poesía. No de las que encienden pasiones bajas, sino de las que sugieren esas celebraciones que purgan la ira y acompañan con calidez. Como San Juan, Bignozzi predicó toda su vida en el desierto, un desierto que era, tal vez, la imagen de lo que terminó siendo la atmósfera de la que escribía. En los festejos de las fogaratas para honrar al santo, cuando niña en el barrio de Saavedra, mezclada con sus vecinos atizando lo que se quemaba con ramas y basura, en esa imagen que era más una reacción laica que un ruego, la poesía de Bignozzi tiene su mito de origen.
No era voluntarista, sin embargo escribía y reiteraba sobre dos grandes temas: el poder y la felicidad. Ahora puestos uno junto al otro son perfectos antónimos. Dos palabras de las que extraía imágenes. Como si disfrutara de las cosas de la vida sin el vicio de poseerlas, profesaba el uso, no la intención de acaparar. Se mantenía alerta pero no en el comité sino en el destierro, en el reniegue o en el agasajo a los amigos: “para una mujer un poco mayor con citas dispersas en varias / ciudades / que ya aprendió a no confundir / el dolor con la vida y la pasión con la propiedad”. Su militancia juvenil en el PC es un mito con todo lo que ello implica. Era una comunista conversadora que se cansó de las “imágenes duras rechazantes / esa pureza que humilla” de la mayoría de sus coetáneos y a quien en el palacio vidriado de los comunistas viejos, el Centro Cultural de la Cooperación, no recuerdan. Hay salas con nombre de Pugliese, hay homenajes a Gelman, ciclo con el nombre de Juan L. Ortiz y cuadros de Gorriarena: pero no hay nada Bignozzi. Esto sin resaltar que semejante catedral se erige sobre la Avenida Corrientes, la guarida a cielo abierto de nuestra poeta, su minimundo de antaño que en la actualidad deslumbra poco.
Escribió un poema en homenaje a José Luis Mangieri que los define como hijos de libertarios cabrones a quienes criaron “para cambiar un mundo que fue cambiando sin nosotros”. En ese verso se entreven varios planos oblicuos de su poesía: la tragedia de una generación -la del sesenta- que lo fue dos o tres años, la vaguedad de las proposiciones antiperonistas, la canallada de cierta cultura peronista un poco arrogante, el sinfín del mundo y la resignación cálida de Bignozzi que, pese a esos cambios, a las frustraciones políticas que la acompañan del sesenta hasta su muerte, escribe con la inercia de algunos entusiasmos. Su escritura se convierte en amistades limitadas por la ideología, expectación de un tiempo a la deriva y domesticidad que nunca es rutina sino más bien impulso para salir perfumada a la calle a ver cómo sigue la tormenta del mundo. Si no iba a lograr ser “la primera tractorista de la revolución”, al menos tenía que aprovechar su sensibilidad. Mangieri también había sido un comunista díscolo que dirigió la revista La rosa blindada, donde Bignozzi escribió este verso en uno de los poemas que se publicaron en 1966: “esa niña esa pobrecita esta mujer / que anduvo entre maravillas / luces de colores que no le hicieron mal / pero la cansaron un poco / pasiones pasiones al fin”. Aquella selección de poemas fue prologada por Eduardo Romano, que en un cruce para nosotros misterioso vincula los versos de Bignozzi con la filosofía de León Rozitchner, porque los dos “no viven dramáticamente la ausencia de un destino histórico propio”. Tenía razón, Bignozzi y Rozitchner eran ante todo vitalistas que amaban con desencanto.
Escribió también, entre otras cosas, contra la simulación. Sabía que la izquierda argentina se sostiene en la creencia de que todo es una impostura y también sabía que son ellos los primeros que simulan un voluntarismo que algunos desechan, como Bignozzi. Si en todo caso era ella la que simulaba era para representarse a través de diálogos imaginarios con pintores, con figuras y con cuadros. Esos cuadros son mediums: habla ella, habla una tradición, un estilo, una manera de la belleza, de los modales, del "buen gusto". Para Juana la poesía era la buena poesía, y la buena poesía era como tender una mesa para los invitados queridos o vestir con telas sofisticadas, con estampados finos. Lo que es hermoso de pensar es que descifraba en los manieristas del renacimiento, por ejemplo, una feminidad inconclusa, cierto simbolismo del pincel bien pasado, de la sutileza en el color, pero que detrás de eso también podía haber la materialidad, lo ordinario de una vida vivida en el barrio, en la pobreza "digna", en la instrucción como modo ético, en la famosa y tan repetida “ideología” de Bignozzi, palabra que sintetiza su mundo. La ideología significaba para ella una forma de la organicidad, de la comunión. El modo más intenso de la solidaridad social. La manera de afirmarse en un territorio. No era la tan repetida “falsa conciencia”, sino una conciencia devota de los amores y los afectos que se descubría charlando.
Habló toda su vida del destino para celebrar que este es escurridizo aunque hay algo que puede hacerle frente: la poesía. Por eso sus poemas son finalmente salmos contra la tragedia, aunque de cadencia extraña. Ella no era trágica, sí su poesía. Era una mujer de cierto orden con poemas que expresaban la insensatez de su mundo. Sabía que no iba a doblegar lo trágico pero al menos en el canto se iba la voz y vivía la fuerza, la clase, la hidalguía última de una ciudad. Destinar la vida a la poesía era una manera sesentista heterodoxa de tratar con los fantasmas, más cercana a Walter Benjamin que a Raúl González Tuñón.
Sus poemas nunca dejaron de ser “del sesenta” y a la vez se fueron rompiendo para volverse cada vez más un continuo. No era un cambio sino un salto: se refuerza el desuso de los signos de puntuación, hay viajes diversos implícitos y las figuras ordinarias están pero se desvanecen. Aunque el marco siempre es la misma frontera entre el dolor y una melodía diáfana que pueda dar con la materialidad de la que proviene. De “Ahora he descubierto el sol, los perros y las mentiras. / La vida es más lógica, no he dicho mejor, sino más lógica” (1963) a “la historia barre barre /y devuelve soledad a los que trabajan a solas / y convierte en solitarios a los que hicieron de la ideología / un gesto” (2010). Nada nuevo lo es del todo, no hay novedad sino insistencia desde otro costal. Lo nuevo es un invento del mercado y de las personas inquietas por su propia razón maquinal. No hay progreso, hay recurrencia. No hay novedad, hay capas sobre una misma memoria. No hay vanguardia sino atada a un hilito del pasado.
Juana Bignozzi era todo lo contrario a la tilinguería. La alegría siempre estaba mediada por objetos de valor clasistas o enseñanzas morales que servían al espíritu. La improductividad del derroche que defendía era todo lo contrario a lo estrafalario de comprar en cuotas, macerar el bien, sostenerlo, jactarse, calcular, buscar ofertas. La tilinguería es en la poesía el triunfo de una voz impropia, en la vida social es la arrogancia de los que viven en estado de veranito. Las poesías de Bignozzi gesticulan con acontecimientos políticos, con palacios, con bares y fondas que proveen comida y bebida de la buena, con cuadros de artistas renombrados que ella nombra y transforma. Nada más lejano de la tilinguería que un buen vivir situado.
No tuvo hijos pero sí amigos. No escribió novelas pero sostuvo como un hierro entonaciones que quedan y que se enredaban para dar sombra a la tristeza de toda época que dicha por ella se vuelve vital, su propia fluidez, su estado de evanescencia. Pasaba de guapa, y si bien lo era, buscaba actualizar la amistad bajo la imprevisibilidad de lo juvenil, que era un hechizo cuando su estilo se friccionaba con épocas que se sucedían. La relación que había mantenido con amigos treinta o cuarenta años más jóvenes en los últimos años fue un gesto que no deja de ser una parte de su obra. "Los amigos" son en su poesía una entidad nunca definida o concretizada finalmente y que con su legado se vuelven verdad. Su diálogo con los amigos como cuestión sagrada fue tejiendo redes que eran en realidad aire porque se iban, morían, emigraban -sus amigos, ella no-, y volvía a aparecer la esperanza de al fin estar frente a lo eterno. Era soberbia y usaba el odio indisimulable que cada uno de nosotros sentimos en aras de una poesía que vindique la amistad. No era cínica como tantos, su énfasis la acercaba a lo mejor del modernismo de Rubén Darío, con esa versatilidad tremenda para contar el mundo pequeño con versos grandes, aunque taimada por un linaje anarquista que la volvía cálida.
Los amigos parecían ser lo más cercano a lo eterno que sentía. Pasando la posta material de su vida a jóvenes que la abrazaban consiguió sostener la amistad y aquello le permitió seguir soñando con la juventud. Bignozzi le temía al olvido, los amigos extendidos en el tiempo eran una forma de sostener su memoria, aunque la letra fuerte de su poesía ya le garantice un estado de eternidad leída. La juventud en Juana no era el exceso sino más bien la inocencia y la dicha. Cuando utilizaba el "quién hubiera..." o el "si alguien tiene que ser después", expresaba deseos de pasión perpetua desde un saber materialista de que todo pasa, de que todo se esfuma, de que las cosas son relativas. La amistad tal vez no era relativa para ella, no sabemos. De ser así, quizás era su manera de pensar la totalidad, su manera laica de creer en la trascendencia. Como si dijera: yo no fui militante, ni poeta, yo fui toda la vida Amiga.
La poesía era un oficio y se encargó de reiterarlo cuantas veces pudo. Era un saber popular de ascendencia ilustrada, técnicas aprendidas entre el obrerismo, las lecturas de Pavese y largas noches en el bar Politeama “con novios impresentables”. Su poesía era más de madera que de bronce. Escribir era una artesanía, una diversión en términos literales. Esto significa que para ella escribir era diversificarse, abismarse sin perder el centro, cambiar de tema, entretenerse, sostenerse también. La vida no es como la poesía. La vida es normal, hogareña, de sobremesas, idas al trabajo, idas al almacén, visitas a museos, tertulias con amigos. La poesía carga con la rudeza, la ambigüedad, la derrota, la esperanza situada en lo concreto, aunque tiene siempre una carga de tragedia, de sinsabor. Los poemas pueden ser tristes, tremendos, hasta cómicos, porque está la vida para recibir lo común con sus grises, la materia con la que luego se vuelve a escribir. Hablaba a través de la poesía, simulaba amargura y lo que intentaba era estilizar la ciudad. Demostrar que una ciudad es clases sociales transitando a través de memorias, mitos y conflictos. “Ya no hay pintor del rumor de mi clase”, decía en Quién hubiera sido pintada, afirmación que ahora nos reenvía a pensar que era ella la última pintora de un rumor casi apagado, somnoliento o transformado para siempre. En ese pintar diluido por la historia era donde su poesía se volvía trágica porque a su añoranza la vencía el destino. También le gustaba Paul Éluard, que como ella iba contra la facilidad, el conformismo y la amargura, no por eso ni el uno ni la otra pecaban de crédulos. El poeta francés, a su vez, rescataba la idea de que Rembrandt inventó el claroscuro para escapar a la coacción y poner el ahínco en sus propias curiosidades difíciles de encasillar. Bignozzi se servía de ese claroscuro, era una poeta simple de los temas áridos. Dominaba la técnica del desmontaje ideológico a través de imágenes y recuerdos para mejor proveer a su propia ideología.
¿Quién habla en el largo poema que abre su último libro Los poetas visitan a Andrea del Sarto ¿Bignozzi, los amigos muertos, los enemigos, las generaciones licuadas, las barriadas de Saavedra, el manierismo prebarroco, el color, la música, los jóvenes afortunados de participar de esos cónclaves? Hay fragmentos que son el punctum de algunas épocas de la vida, en general habla Del Sarto, que es un pintor renacentista de clase popular que con el aprendizaje del oficio se consagra, como Juana. Entonces a veces ella le contesta, lo complementa, le susurra, lo desafía: “quise escribir / sobre todo el sin destino que me rodeaba / me aferré a los pinceles / me aferré a lo que mis padres dijeron / los hice eternos con mi negación / yo un contrarreformista”. El enredo de las itálicas es poderoso, la voz de la poesía a veces se nubla, simula tras la voz del pintor. En definitiva los trazos son o plásticos o poéticos pero se igualan en el gesto de una mano libre. Juana Bignozzi escribe como dirigiendo una orquesta, con los brazos sosteniendo el tempo de los versos y los dedos marcando las palabras. Eso vuelve a su poesía una conversación orquestada entre planos y planos de la historia que es la de las clases y la de ella a la vez, que a veces se tensan en la disidencia y muchas otras se acompañan en la complicidad. De alguna manera el libro pone a la juventud como pasado que se torna más patético o más nostálgico según la tónica del diálogo con Del Sarto, o sus invocaciones: “no hay mayor castigo que una belleza envejecida”.
Como no se es nunca lo que siempre se anhela, Bignozzi simulaba ser alguien a través de la nostalgia y de la actitud muchas veces jacobina. Haber sido pintada le podría haber dado a la vida un doblez que alivie. En las pinturas buscaba la paz desde el diálogo “entre-nos”, la seguridad de los conmovidos por lo mismo. La poesía era ante todo belleza sostenida con metodismo notable en las lecturas, pero con desdén a la sacralidad del martirio. Para Bignozzi la belleza podía ser de izquierda y si usaba la palabra ideología para solventar sus modos era porque entendía que quería decir moral laica en lucha y ética con sabores fraternos. Cuando usaba el “yo”, en sus poemas no estaba haciendo autobiografía sino invocaciones de gente querida muerta, dispersa u olvidada. En ella hablaban muchos.
El intento de diálogo con la plástica logra un estado de simulacro creativo y vital. Afirma trascendencia, vence al olvido. Bignozzi pone en juego su voz en la voz y en el arte de otros, se espeja, se refleja, se rompe y es una nueva, renace. Dice un Del Sarto epigonal: “como esta poeta que me sigue / y aún no aprendió a desdeñar las guerras menores / a no escuchar a los que sabe poetas olvidables / tendrá una tumba de tierra permeable no de olvido / ni cenizas tiradas en el cementerio de su ciudad / estoy en sus vidas / tengo sus poemas / estaré en sus tumbas / ahí estoy yo / búsquenme ahí”.
Lo hermoso es lo infalible de su poesía, que va a quedar y será releída al infinito. Juana Bignozzi tenía un pie en la fatalidad y otro en la dulzura. Esos dos elementos la convierten en una poeta única que decía palabras con cosas, con sufrimientos y con alegrías. Marcaba una línea tan propia que se la podía leer con conmoción femenina, comunista, bohemia e individualista en una sola ojeada de esos versos que fueron cientos de imágenes para bancarnos entre todos, para acercarnos un poco más a las ganas de lo que venga. Tenía una voz estilizada pero orientada a hacer mella. No hay duda de que toda su poesía era nada más y nada menos que amor.
Juana Bignozzi nació el día de la primavera de 1937 y murió el 5 de agosto de 2015. Sus restos descansan en una tumba sin cruz del cementerio de la Chacarita. La despidieron con flores amarillas sus amigos y sus lectores.
*Publicado en la revista MANCILLA n°11, noviembre de 2015.
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