viernes, septiembre 12, 2008

Hoy en Noticias del Sur

El tren de las nubes

La próxima estación, el exitoso y reciente filme de Pino Solanas, tiene un momento central que se repite (si mi memoria inmediata no falla) alrededor de la pregunta que el director le efectúa tanto a Capitanich (aún senador) como a Righi (procurador general de la nación), que es: “¿quién defiende al ciudadano?”.

Y una respuesta (a la que las imágenes no nos guía), quizás, podría ser otro interrogante: “¿quién lo defiende de sí mismo?”.

El filme, cuyas partes se dividen en estaciones, adquiere la forma de un relato lineal, de eslabón en eslabón, cuya trama inclusiva absorbe todas las formas camaleónicas de un poder que, como un tren, “va por todo”… He allí la eficacia metafórica: el tren es todos los trenes, es el “tren para todos”, y es el tren de negocios, a cuya resistencia, como en el relato del gremialista Sobrero, le oponemos una resistencia humana (“una patriada cultural” dice), la forma de una ciudadanía en las vías.

Y ese es el defecto y la virtud de Pino: construir un relato directo, duro, inapelable y sin matices, con las voces de hombres resistentes que parecen sacados de la misma usina fantasmagórica que las máquinas torneras (delegados, ingenieros ferroviarios, guardas, pintores ferroviarios, etc.) quienes trasladan como a una antorcha olímpica su historia de micro-resistencias, y se van pasando el fuego sagrado. Es un filme sobre eso: sobre el fuego sagrado.

¿El resto? Políticos corruptos, empresarios parásitos de esa nueva matriz: una “patria subsidiada”, una sociedad engañada, una memoria del saqueo que se va acumulando en viejos talleres y depósitos.

El efecto es justamente denunciar un “ferrocidio”, es decir, la continuidad de la política genocida por otras vías. Y lo que Pino cuenta como secreto, como invisible, son hechos que han tomado estado público. Pino construye, como en Memoria del saqueo, una especie de ópera del policial negro cuya materia son los “telenoche investiga”. Así, sus últimos documentales actúan como un tren que une pedazos y restos “latentes”.

He allí un dilema: cómo contar la vida de una sociedad pastoril, inocente, sobre la que se conjugan desguaces casi invisibles de sus patrimonios públicos. ¡Hay que salvar a la sociedad! Y su programa político reducido a la reactivación del viejo sistema ferroviario (casi sin mencionar la sugestiva arquitectura ferroviaria que el mismo revisionismo expuso) se juega a todo o nada sobre la inocencia de la fe colectiva: el tren integró la nación, su desguace es la escena del crimen colectivo. (Aunque como escribió Emanuel Damoni: “el viejo tendido ferroviario donde todo confluye como abanico en la ciudad puerto”.)

¿Los sindicatos? La mano negra del desguace. ¿Los camioneros? Cómplices o parte de una patronal de empresas de transporte que “se hacen” del negocio ferroviario para destruir su estructura. ¿Los gobiernos? La mano invisible de ese mercado negro. ¿Nosotros? Pasamos de espectadores a ciudadanos a medida que el tren avanza, y no podemos mas que reír o putear ante las caras de los distintos funcionarios públicos de “a-mi-por-qué-me-miran”.

¿Quién defiende al ciudadano de los Menem, Capitanich, Kirchner, Duhalde, etc., a los que la sociedad… votó, vota, votará? Y la pregunta, en el medio de la alborada de su proyecto sur, parece tener una respuesta tapada: él. Y a mitad de camino es que queda el relato, entre ese ofrecimiento público “de hacer la tarea” y testimoniar, en una tensión que no se resuelve. Pero que se diluye en el clima cultural de un post-kirchnerismo, donde muchas escenas son o fueron (al menos esa tarde en el Gaumont) celebradas con fruición por una platea ávida de sangre oficial.

Si Lanata quiso ser el Michael Moore nativo, Pino ha alcanzado ese umbral con un aporte esencial: no peca de un déficit de historicidad. Michael Moore quiere contar la historia de los Estados Unidos de América. Pino Solanas quiere contar la historia de la República Argentina. Jorge Lanata quiere ser el Michael Moore argentino. Pero si Moore lleva su relato al corazón demócrata casi para decir cuál es el verdadero sueño americano, Pino allí muestra que su programa, trasladado a medirse entre fuerzas reales, tiene sólo una base metafísica que parece prolongar de manera etérea las viejas potencias históricas de su peronismo. Quizás habría un contraste posible, enérgico, entre este filme y Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, película bellísima del gran Alejandro Fernández Mouján, que indaga en los límites del peronismo, de la mano (y del pincel) de Daniel Santoro. En los límites entre Estado y locura, como podría ser percibido hoy parte del proyecto social de la ciudad justicialista. Allí, la obra de Santoro es una suerte de imaginario peronista desatado hasta las últimas consecuencias, no es una “vuelta de tuerca”, pero el filme indaga sobre la forma de construir un relato: sólo a través de una nueva “alianza de clases” entre Santoro (pintor refinado) y un obrero que diseña y organiza la reconstrucción de la experiencia de hacer volar a este pulqui de imitación.

Si Pulqui indaga sobre el instante, los trenes de Pino parecen encarnar una preocupación por aquella perpetuidad perdida. El “programa” de Mouján recupera el instante creativo, como ese niño que durante la película toca nostálgicamente en el piano la marchita. Habrá peronismo, quizás, en la fugacidad, en un instante de belleza, alegría o nostalgia, cuya presencia nos habla de algo que fue macizo, una edad de piedra de la Argentina. En eso Pulqui es perfecta, cierra el círculo ínfimo que abre para pensar al Estado como un viejo creador de felicidad y amor. Lo que queda de ese Estado es una carga subjetiva que arrastra a la cámara, al obrero de Valentín Alsina y al pintor.

Pero volvamos a Pino, y sus estaciones. Por momentos, mientras el filme preserva algunas de las historias de resistencia obrera mas preciosas de la Argentina, también parece condensar un calor dramático a la altura del de un pueblo o un barrio que lucha por la reapertura del cine de su barrio: tiene una épica de Luna de Avellaneda, con música de Cinema Paradiso, con un candor en blanco y negro de campanas de una vieja estación que hace volar a una bandada de pájaros hacia el cielo.

La especificidad de la referencia ferroviaria actúa metódicamente: la vuelta de los trenes es un viaje hacia atrás, nos lleva a la Argentina vieja de un mundo que no existe mas, a una “Argentina para armar”. Y habría en la reflexión dominante sobre la patrimonialización estatal una variable flotante y mutante (trenes, estaciones, pueblos, vías) que se aísla, sube al paraíso de imágenes y suelta desde allí su papel picado sobre el presente. El filme es la visita a una antigua casa donde se hizo una fiesta popular, y donde el pueblo entró a esa casa.

No obstante todo lo dicho, a pesar de todo lo dicho, mas acá y mas allá de todo lo dicho, se trata de una película imprescindible.

10 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

Después de su muy buena ópera prima: La Hora de los Hornos, que hizo con Getino (más mérito de Getino que de él), Pino nos cagó la vida con mamotretos indigeribles, como Sur, la de la inundación, los hijos de Fierro y no me acuerdo cual mas. Al igual que su pensamiento, sus películas se volvieron intrincadas, indecifrables y confusas. Eso si: no dicen nada, pero lo dicen con una sucesión infinita de lugares comunes.

El anónimo dijo...

¿Pino no era el mismo que llamo a votar a Menem, y despues lo denunció por no haberle dado las galerias pacifico?

Debe ser otro no puedo esar tan confundido.

Anónimo dijo...

Lo mejor de Pino es la negra que tiene al lado...un infierno de negra.

Nicolás Tereschuk (Escriba) dijo...

Pino hace pinismo. Me tiene podrido.
Saludos

Goliardo dijo...

Con este análisis dan ganas de ver el documental, pero no quiero colaborar en la campaña de Pino, si el no colabora, yo tampoco.

Anónimo dijo...

¿Y los tiros que le pegó Menem dónde los pondrían?

Anónimo dijo...

Qué bien, el sabotaje al tren es parte del proyecto genocida. Los que sostenemos el deseo de quebrar la lógica del embudo vial trazado por los intereses británicos, ahora entendemos que al menos con ese embudo entrabamos en el esquema de la división internacional del trabajo. Mal, seguro. Periféricos, pero al menos disponibles para ser explotados.
Destruir el embudo sin un modelo superador, es salir del esquema de la explotación e ingresar en la lógica de la exclusión. Es decir, destruyendo el tren somos los desocupados del mundo.
El genocio argentino es el genocidio perfecto.

Ezequiel dijo...

Me sorprende encontrar a alguien que elije firmar con mi nombre sus declaraciones, pero anticipo (fácil darse cuenta: comparando la IP) que el primero no soy yo.

Ezequiel dijo...

Che, borrá al salame en cuestión, y si lo ves, tres tiros y a la zanja.