jueves, octubre 03, 2013

La próxima lo ganamos

Por Guido Mignogna



Tengo un amigo bostero. Repugnantemente bostero. Su mail es papaboca, sus tuiters, en un 99 por ciento van destinados a recordarnos lo que son. Mi amigo también es excesivamente antikirchnerista. Auténtico y visceral. En la adolescencia nos llevábamos muy bien. Con el tiempo, nos vimos menos. Hoy, compartimos Ac Calor, un engendro maravilloso de amigos que juegan al fútbol todos los sábados desde hace diez años. Hicimos un pacto implícito y no hablamos de fútbol ni de política. Hace unos meses estábamos jugando a un juego de cartas que se llama Presidente. Un juego horrible, pero que nos divertía porque era, a su vez, muy picante y la mayoría de las veces terminábamos totalmente en pedo. Esa noche, para llegar al poder se habían armado dos bandos. Nosotros quedamos enfrentados. La hostilidad del juego crecía hasta que en un momento me derrocó, tomó el poder y me mandó al fondo de la pirámide. Su grito de guerra fue: “por gallina y kirchnerista”. A mí me causó mucha gracia. Sentí que se estaba sincerando, que lo tenía atragantado hace años. Hoy todavía jodemos con eso.

Este bostero irritante tiene una historia que quiero contar. River-Boca, junio de 2004, cuando perdimos por penales en las semifinales de la Libertadores. El dramatismo de la fase hizo que cada uno de los partidos se jugara sin público visitante. El partido de ida, con el recordado arañazo del Muñeco Gallardo, lo ganó Boca 1 a 0. La vuelta, entonces, era en el gallinero y no permitía hinchas de Boca. Esa semana, los noticieros se divertían buscando historias de bosteros camuflados que se hacían socios de River para luego terminar sacando su entrada e ir al partido de vuelta. Mi amigo, con buenas conexiones políticas en el mundo Boca, consiguió su entrada. Su familia, enferma y ultra bostera, le rogaba que no fuera. Nosotros, los hinchas de River, habíamos diagramado una estrategia bastante divertida: todos a la cancha con alguna camiseta del millo. Hasta último momento no sabía si iba a ir. Como muchos otros, bosteros infiltrados y gallinas despistados, no negoció los colores y se mandó igual, asumiendo los riesgos. Tenía una entrada para la Centenario alta. Llegó sobre la hora, se acomodó en un costado y vio todo el primer tiempo sin mayores problemas. El cero a cero era el resultado perfecto por dos razones: significaba que pasaba Boca y, por sobre todas las cosas, no tener que exponerse a un gol a favor o en contra. Cualquiera de las dos circunstancias lo podían hacer pisar el palito. Segundo tiempo y empieza el quilombo. Gol de Lucho González. Puño cerrado y festejo. River se venía y estaba cada vez más cerca del segundo, lo que le hubiera dado la clasificación. La cancha se venía abajo. Él también. Estaba totalmente arrepentido de su decisión. Pero llegó entonces esa Guillermeada de Barros Schelotto – ese petiso ladino que siempre nos complicó la vida- y logró enfriar el partido, echar al débil de Sambueza y poner a todo River muy nervioso. Gol de Tevez. No aguantó. No supo que hacer. En un movimiento se sentó, puso su cara entre las rodillas y pegó un grito. Ese grito, todos sabemos, era de gol. Ante la desesperación y el desconcierto de sus vecinos ese grito no lo delató. Pasó cerca. Ahora tenía que aguantar un rato. Boca se clasificaba y ya faltaba muy poco para terminar con la ficción. El gol de Nasuti a segundos del final lo puso en jaque de vuelta. Ahí tuvo que ceder al contexto. Un grito de gol y un par de payasadas para demostrar su (falsa) identidad. Menos mal: a diez metros, descubrieron a un gallina “poco efusivo” y le dieron para que tenga. No podía más. Llegaron los penales. Pensó en irse. Los penales no se pueden actuar, se convenció. Arrancó la retirada. Cuando empezó a bajar las escaleras sintió que si alguien lo agarraba yéndose era número puesto. Volvió hasta el pasillo y escuchó, mientras caminaba estúpidamente para cualquier lado, el 1 a 0 de Salas. No le gustó ese lugar ni quiénes estaban ahí: el grito de los goles no formaban esa única voz explosiva, previsible, sino que el grito del pasillo era más bien personalizado, a destiempo, donde la ira de cada voz era distinguible y retumbaba en un eco que era la locura. Además, el hecho de compartir con sus enemigos la complicidad del que no aguanta ver lo que pasa en otro lado, y a su vez, ser parte de la exhibición de un repertorio patético de rezos y sobreactuaciones, hizo insostenible su estadía ahí. Del pasillo a los baños, sin pensarlo. Peló una radio que tenía y se metió en uno de esos boxes que nunca se cierran del todo. Era preferible escucharlo por radio en un lugar todo cagado y meado que estar allá arriba, jugándose la vida. Ya no confiaba más en él. Prendió un cigarrillo que se iba a consumir solito, sin siquiera una pitada. Con el culo y las piernas apoyadas en el inodoro, y con los dedos índices de cada mano apretando los auriculares como para abstraerse, oyó el relato de la primera emisora que encontró: Costa Febre. Cuando Abondanzieri le atajó el penal a Maxi López se largó a llorar, desconsoladamente. El gol de Villarreal potenció el llanto. Habían ganado. Se quedó en el baño, solo, llorando, como un nene, o como un hincha de River. Su reacción era igual a la de todo el estadio. Cuando salió y entendió que tenía que irse de ahí, se cruzó a un viejo de unos ochenta años, canoso y alto –siempre creyó que era Amadeo Carrizo- que lo vio moqueando y le dijo: “pibe, tranquilo, la próxima lo ganamos”.