martes, mayo 19, 2009

Yo no sé qué es la poesía. Es un género de malentendidos. No sé qué decir exactamente, aunque sí tengo algunas intuiciones sobre conversaciones que ocurren. Algo que, naturalmente, “ocurre en el aire”. Quisiera hablar de una conversación. De algo que oí en el interior de una conversación. El año pasado la breve crónica bajo el título (El problema de ser pobre... pero no tanto) versaba sobre la negativa del gobierno porteño de incluir a una familia en el Programa de Emergencia Habitacional. El 5 de diciembre pasado, Fabiana Shafrick, jueza en lo Contencioso y Administrativo de la Ciudad, había ordenado la inclusión inmediata a este Programa de una familia que vive en la villa 3, conocida como Barrio Fátima, y que el gobierno se había negado a incluir, so pretexto “de que ya tienen una”. Llamar casa a la casilla donde viven es una infracción de la literalidad. Es poesía. Matías, un pibe de 17 años, es uno de los 6 hijos de Ruba Maloy. A Matías se le diagnosticó insuficiencia renal terminal “de un día para el otro”. No había antecedentes de nada: el pibe había crecido bien, sano, fuerte. Era el tercero de los seis. Ruba, su madre, aguantó todas las rutas de las migraciones en esta ciudad: ocupó casas, vivió en pensiones, llegó al albergue Warnes hasta su demolición, y de ahí al barrio Ramón Carrillo de Villa Soldati. Matías debía ser trasplantado de manera inminente. Esa operación se realizó en el Hospital Garrahan. Y el pibe, ya operado, recibe el alta médica. Vuelven a casa... casilla. La madre es conciente de los riesgos de la vuelta. La casa no está en condiciones de evitar una posible infección. Allí comienza el itinerario legal para ampararse y poder salvar la vida de su hijo de un riesgo evidente: no sólo viven en una casilla húmeda y precaria, sino que esa casilla está en la manzana 7, el fumadero del barrio y la zona liberada de los transas. Final feliz… les dan una casa. La tenacidad de abogados, vecinos, militantes del barrio, etc. desemboca en un departamento a estrenar, parte de un complejo de viviendas sociales ubicado en el mismo barrio. Ruba contó detalles de la operación del hijo, de su espera en un pasillo, sola. Y remarcaba constantemente esa soledad en el medio del hospital. Había algo en esos detalles, en ese día, en la divinidad de los hechos. “Yo estaba sola, me quedé sola, mandé a todos los chicos a casa, y lo pasé sola.” Uno puede estar solo en muchos lugares, pero probablemente se está mucho mas solo en un hospital. Y si sos la madre de un pibe al que van a hacerle un trasplante de riñón… mas todavía. (Si no sos esa madre, no podés saber lo que es ser esa madre: hay cosas intransferibles. El marxismo murió porque no se debía a lo particular.) Sólo percibo que toda la intención de Ruba logra efectivamente llenar sus ojos de lágrimas. Se creó una escena donde hay una mujer sola en un hospital. Pero hay mas. Hay algo mas que describe eso. Ella, cuando ya cayeron puntualmente las lágrimas que tenían que caer, “recuerda” lo que le dijo a su hijo. Lo que le dijo a Matías. Ella le dijo algo que no midió. Se podría decir: hubo una conversación directa, una iluminación de toda la fuerza maternal, material y natural, como si un dique se hubiese rajado y vuelto a cerrar automáticamente. Hubo algo para lo que la palabra “visceral” no tendría aliento. Ruba le dijo a Matías cuando se lo llevaban en la camilla una frase que guardaba un detalle furioso. Negrito, le dijo, quedate tranquilo. Eso le dijo, y algo mas: esto es como cuando naciste. Y algo mas: pero yo no te voy a poder acompañar esta vez, le dijo. (Negrito quedate tranquilo, esto es como cuando naciste… pero yo no te voy a poder acompañar esta vez.) Alguien que es empujado y sostenido por esa fuerza cómo no se va a quedar de este lado. Está agarrado de todos sus tendones, de los talones. Yo creo en eso. En las cosas que pueden decirse así. Ser padre debe ser como tener toda esa fuerza adentro. La condición de pobre de Ruba dota a la frase, a la anécdota, de un rigor cristiano y de una luz que protege la imagen, como un pesebre. Parir es acompañarse. Eso. Yo quisiera decir que eso es poesía. Poesía es conversación. Intimidad. Es una en un millón: la oportunidad de decirle algo a alguien, de hacer hablar la sangre. Algo, eh. ¿Te acordás cuando te parí? Eso, eso. Yo te acompañé, y esto es igual. Es igual ahora. Descansa la camilla, aquella vez, y esta vez, sobre la superficie de un río marrón que la desliza hacia un estuario. Ruba es inmensidad en la vida de Matías. Y ahora tienen casa nueva. ¡Vida nueva!

3 comentarios:

Nurit dijo...

Me gusto mucho el texto Martín. Ayer leí "Carta a mi madre" de Gelman, y si bien este texto iría para otro lado hay algo común que veo en ambos, aunque me cueste definir que es.

Horacio Gris dijo...

Muy bueno. El intento de definir siempre es complicado pero acá lo decís con claridad, el poder de la palabra es lo que le da esa belleza.

saludos

Anónimo dijo...

muy bueno
l.